Nos levantamos temprano el domingo, a las 9 y pico comenzaba el eclipse y no queríamos perderlo.
Esta vez encaramos para el norte del pueblo y encontramos un recodo del río ideal para instalarnos y empezar lentamente el fuego.
Ni una nube tapó el eclipse que vimos en una tranquila soledad.
Después del eclipse y de un pantagruélico asado, regado con unas botellas de vino que teníamos guardadas desde hacía más de dos años para la ocasión, y de un whisky con habano, nos tiramos por un pequeño rápido y en una pileta de lodo natural, ideal para la piel seca de los Romero.
Y cuando la tarde languidecía lentamente con un mate y pancitos caseros escuchamos a unos cientos de metros varios gritos desde el río. Si habíamos celebrado hasta ese momento la paz idílica del lugar, esa familia estaba haciendo mucho ruido, pero mucho ruido. Pero no eran gritos de jolgorio, el padre agitaba los brazos haciéndonos señas, con Matías y Martín rompimos el récord de los doscientos metros con obstáculos y en patas y nos tiramos juntos al río. Entre los tres rescatamos a un flaco de unos veinte años, que sin saber nadar, se había metido al agua y ya se hundía inexorablemente frente a su familia que lo miraba sin poder hacer nada a sólo metros de distancia.
Pasada la adrenalina, nos fuimos a ver una de las pinturas rupestres de la zona y nos hicimos amigos de su pequeño cuidador...
Antes de cenar, dejamos a Cris y a Emma, que estaba un poco cansada, y nos metimos en un campo (que terminó siendo de Miguel, donde está armando un viñedo), a practicar con la caña de pescar.
A la noche cenamos en una parrilla medio olvidable frente a la ruta, y a dormir, que el lunes ya emprendíamos la vuelta a Madryn.
No hay comentarios:
Publicar un comentario